Cada 5 de junio, desde 1972, se celebra por iniciativa de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el Día Mundial por el Medioambiente.
Es una fecha para reflexionar en clave ecológica sobre nuestros modos de vida, es decir, cómo afectan a nuestro entorno natural y a la promoción del desarrollo humano, de qué manera inciden en el cambio climático, qué podemos hacer para evitar poner en riesgo la vida de las generaciones futuras.
No obstante, para que el debate no se diluya, todos los años el organismo promotor elige un eslogan que sirva como referencia y el de este año es: “Conectando la gente con la naturaleza: en la ciudad y en el campo, desde los polos hasta el ecuador”.
Más allá de las buenas intenciones, la idoneidad del lema elegido en esta ocasión me genera ciertas dudas por aquello de “conectar”.
¿Acaso no estamos suficientemente “conectados” en este 2017?
Hoy en día es posible asistir al deshielo de los polos prácticamente en directo. Podemos enterarnos de los efectos devastadores de la última sequía o de los conflictos medioambientales que asolan las zonas más remotas de la Amazonia sin movernos de casa, con tan sólo un par de clics bien dirigidos. Hay libros, sitios web especializados y un montón de información disponible respecto a la degradación medioambiental y sus consecuencias. Incluso podemos estimar nuestra aportación individual al desastre climático calculando nuestra huella de carbono.
El problema, por lo tanto, me temo que no es tanto conectarnos, sino unirnos. A fin de cuentas, conectar es trazar una línea entre dos puntos, poner en comunicación dos cosas o dos personas, unas con otras. Pero eso no implica generar un sentido compartido.
Que las redes sociales y la globalización de las comunicaciones nos permitan tomar consciencia de la devastación medioambiental o de los desafíos que nos plantea el cambio climático no significa que, ante dicho conocimiento, vayamos a reaccionar de la misma manera en todo el planeta. Ni siquiera está claro que se pueda coordinar una respuesta común de la humanidad a estos desafíos.
Para aspirar a tal cosa, aunque sólo sea en nuestro entorno más cercano, es necesario preguntarnos por lo que nos une. Y ahí, como casi siempre, hay que partir de una emoción. Decía Jorge Luis Borges, sobre su Buenos Aires natal, aquello de: “no nos une el amor sino el espanto”.
Tal vez nos ocurra lo mismo frente al medioambiente.
Hasta ahora, ha sido el miedo al colapso de los ecosistemas el motor de la reflexión por parte de la comunidad científica. A dichos temores, que surgen de la evidencia empírica, se le suman otros bastante más irracionales, como el miedo hacia los refugiados que anida en nuestra sociedad y se expresa en la tibieza generalizada de nuestros representantes políticos.
Tenemos cierta tendencia a ignorar que buena parte de quienes huyen lo hacen precisamente de los efectos del cambio climático y de los conflictos provocados por el control de los recursos naturales.
Es probable que ambos miedos (el miedo al diferente y el miedo a perecer como especie) tengan una raíz antropológica, pero lo único seguro es que depende de nosotros saber gobernarlos.
Podemos ser cobardes y actuar como tales, ignorando la insostenibilidad de nuestros sistemas económicos, restando importancia el impacto ambiental de nuestro consumo y cerrando las fronteras a quienes nos piden asilo al grito de “nosotros primero”.
Esa parece ser la vía escogida por el presidente Donald Trump al sacar a los Estados Unidos del Acuerdo de París para luchar contra el cambio climático y prometer a sus ciudadanos soluciones amuralladas para sus problemas. Una opción al mismo tiempo ingenua e irresponsable, aunque afortunadamente no es la única.
También es posible actuar con valentía, promoviendo la transición hacia las energías renovables, demandando a las empresas que respeten los derechos humanos en sus cadenas de suministro y poniéndonos en el lugar de los más vulnerables frente a los efectos del cambio climático (antes de que sea el propio cambio climático el que se ocupe de hacerlo).
Elegir la segunda de estas opciones implica forzosamente abrir un debate público sobre los límites ecológicos y sociales de nuestra convivencia. Y la única manera de hacerlo, sin dejarnos llevar por el miedo, es afrontando los desafíos que nos plantea el siglo XXI sin perder la esperanza. Es decir, actuando desde la responsabilidad y el respeto hacia nuestro prójimo y hacia los bienes de la naturaleza.
Reflexiones de este tipo son las que queremos promover desde la fundación ALBOAN en este día tan señalado. El resto del año a lo único que aspiramos es a poner estas ideas en práctica a través de nuestras campañas.
Hospitalidad, interculturalidad, Tecnología Libre de Conflicto, derechos humanos y justicia socioambiental son algunas de las claves que tratamos de promover a través de nuestra acción. Si quieres formar parte de ellas, en nuestra web www.alboan.org encontrarás la manera de hacerlo.
Guillermo Otano Jiménez
Estudios y Propuesta Formativa
Fundación ALBOAN
Este artículo fue publicado en El Correo el 3-06-2017 con el título “Gobernar los miedos y el Gobierno de Trump”.